jueves, 19 de febrero de 2015

CUITAS REPUBLICANAS

Por HERMANN TERTSCH
  ABC  06.01.12


SIN duda un argumento a favor de la monarquía está en que evita sorpresas respecto a la personalidad del jefe del Estado y marca una continuidad calculable, asumida y consensuada. En un país capaz de elegir como jefe de Gobierno a un personaje como Rodríguez Zapatero en dos ocasiones seguidas, no es un argumento menor. Si coincidieran por capricho de una voluntad popular sobresaltada dos personajes similares a la cabeza de las dos principales instituciones del Estado —de presidenta del Gobierno la almeriense Chacón; como presidenta de la República, «desaladora Narbona», es un ejemplo—, esto que se llama España se nos iba a complicar bastante. En Alemania, puede decir que en sesenta años de existencia de la segunda república, han tenido mucha suerte con sus jefes de gobierno. Alguno ha sido más atacado que otros, pero ninguno ha causado con su gestión un daño grave al país. Y con los jefes del Estado podía decirse otro tanto. Los ha habido grandes hombres que han marcado la historia de la nueva Alemania como es sin duda el caso del primero Theodor Heuss o Richard von Wizsäcker. Otros han ejercido con proximidad, propiedad, exquisitas formas y sin problemas. Hasta hace un par de años. Ahora ya la jefatura del Estado parece haber caído bajo una maldición. Y la máxima institución del Estado no hace sino generar incomodidades y producir sobresaltos. Fue en 2010 cuando Horst Köhler, que cumplía su segundo mandato como jefe del Estado, se soltó la melena en una visita oficial a Afganistán e hizo un análisis público muy prosaico de los intereses alemanes en la región. Las críticas que recibió por subrayar los intereses comerciales como un motivo de la intervención alemana en la guerra fueron tan furibundas que dimitió. Era una persona controvertida que como tal no podía ejercer el cargo en condiciones ideales.

En Alemania, al jefe del Estado se le piden pocas cosas. Por supuesto es el máximo representante institucional del Estado, es el que propone formalmente al Parlamento al nuevo canciller tras consultas con los partidos parlamentarios y, en el caso de que el canciller perdiera la confianza del Parlamento, ejercer para recomponer una mayoría. Por lo demás, es sólo un poder neutral, por encima de los tres poderes del Estado, pero sin capacidad de intervención en ellos, y el supremo representante de Alemania. Es electo por cinco años renovables por la Asamblea federal, que se compone del Bundestag o cámara baja y el Bundesrat, cámara alta. Y así lo fue el actual presidente de la República, Christian Wulff, ex presidente de Baja Sajonia, candidato democristiano elegido por la coalición de Merkel para sustituir al dimisionario Köhler. Comienza a cundir la impresión de que Alemania puede tener que cambiar de jefe del Estado de nuevo, menos de dos años después de ser elegido. Porque, como decíamos, al Jefe del Estado se le pide poco. Pero sí se le exige que no sea un problema. Y el presidente Wulff ya lo es. Merkel aún mira hacia otro lado. Pero tiene el problema encima. Resulta que Wulff había aceptado un crédito muy favorable de unos amigos muy ricos cuando gobernaba en Baja Sajonia. Preguntado por ese crédito, no dijo toda la verdad. Y ahora, como presidente ha intentado tapar este caso que lo hacía sospechoso, con un intento de intimidar a la prensa, que ya lo ha puesto definitivamente en el disparadero. En una larga entrevista en la televisión pública, Wulff ha intentado justificarse. Y ha salido peor del empeño. En realidad sólo se le puede acusar de malas formas. Pero todo indica que la República ha de ir preparando recambio.

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