ABC 06.01.12
SIN duda un argumento a favor de la monarquía está en que
evita sorpresas respecto a la personalidad del jefe del Estado y marca una
continuidad calculable, asumida y consensuada. En un país capaz de elegir como
jefe de Gobierno a un personaje como Rodríguez Zapatero en dos ocasiones
seguidas, no es un argumento menor. Si coincidieran por capricho de una
voluntad popular sobresaltada dos personajes similares a la cabeza de las dos
principales instituciones del Estado de presidenta del Gobierno la almeriense
Chacón; como presidenta de la República, «desaladora Narbona», es un ejemplo,
esto que se llama España se nos iba a complicar bastante. En Alemania, puede
decir que en sesenta años de existencia de la segunda república, han tenido
mucha suerte con sus jefes de gobierno. Alguno ha sido más atacado que otros,
pero ninguno ha causado con su gestión un daño grave al país. Y con los jefes
del Estado podía decirse otro tanto. Los ha habido grandes hombres que han
marcado la historia de la nueva Alemania como es sin duda el caso del primero
Theodor Heuss o Richard von Wizsäcker. Otros han ejercido con proximidad,
propiedad, exquisitas formas y sin problemas. Hasta hace un par de años. Ahora
ya la jefatura del Estado parece haber caído bajo una maldición. Y la máxima
institución del Estado no hace sino generar incomodidades y producir
sobresaltos. Fue en 2010 cuando Horst Köhler, que cumplía su segundo mandato
como jefe del Estado, se soltó la melena en una visita oficial a Afganistán e
hizo un análisis público muy prosaico de los intereses alemanes en la región.
Las críticas que recibió por subrayar los intereses comerciales como un motivo
de la intervención alemana en la guerra fueron tan furibundas que dimitió. Era
una persona controvertida que como tal no podía ejercer el cargo en condiciones
ideales.
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