ABC 22.07.12
El
respeto a la propia historia es clave para la cohesión y la fuerza en momentos
de zozobra
«Bailén 1808» dirían que es un club de fútbol. ¿Numancia?
Más fútbol. Con las Navas de Tolosa 1212 se harían un lío. ¿Una marca?
Arapiles, unos grandes almacenes. Lepanto, me suena. Trafalgar, una plaza en
Londres. No intenten examinar el conocimiento de los jóvenes españoles sobre
nuestra historia. Porque en general no saben casi nada y, como suele suceder
con lo que se ignora, interesa poco.
El pasado 19 de marzo se
celebró en Cádiz el segundo centenario de la Constitución de 1812
Los españoles nunca han tenido una relación fácil con su
historia. Desde la edad de oro nuestros clásicos despotrican de la patria y de
las grandes gestas hechas en su nombre con una crueldad y pasión que no es
fácil encontrar fuera. Y, sin embargo, hasta el siglo XX ha habido una cierta
continuidad en el relato histórico sobre los orígenes y el pasado de nuestra
nación.
Avergonzados de España
La historia se enseñaba con coherencia y en consenso. La
renuncia general al conocimiento de nuestra historia se produce a partir de
1975 cuando nos urge distanciarnos de la dictadura y de todos sus mensajes. Con
la mala conciencia de un pueblo en el que no hubo mayor resistencia a un
dictador que murió en la cama. Cunde el miedo a ser identificado como
franquista. Y cualquier defensa de la nación española es sospechosa. Como
tantas veces en nuestra historia, el miedo explica mucho. Nadie se atreve a
enfrentarse a la idea pronto dominante de que el nuevo «Estado español» tiene
que ser lo menos España posible.
La apuesta estratégica de las fuerzas de izquierda de
aliarse con fuerzas nacionalistas en País Vasco y Cataluña llevan a primar la
promoción de una parahistoria en gran parte inventada. El patriotismo español
es denostado, el fanatismo patriota de los nacionalismos es doctrina de
progreso. España desaparece hasta del vocabulario de la clase política. Por no
hablar de la escuela. Es allí donde desembarcan generaciones de educadores
ideologizados y hostiles a la mera idea de la nación.
En muchas regiones todo lo español dignificante es
proscrito. La ridiculización de las hazañas, de los mitos y los hitos en la
historia española es parte de la doctrina identitaria. La misma suerte corre
por supuesto la religión católica, tan ridiculizada y demonizada como la propia
idea de España y una identidad nacional sistemáticamente combatida con dinero
público. Otras identidades sustitutorias, basadas en leyendas decimonónicas o
en la negación de los hechos, ocuparon su puesto.
Corrección política
La rampante corrección política, inquisición implacable,
añade a ello el incentivo a la autocensura. El entusiasmo habido con motivo de
nuestros éxitos deportivos revelan que existe una demanda de un sentido de
pertenencia. Pero el lastre es inmenso. Lo demuestra que la izquierda es
incapaz de portar nuestra bandera nacional fuera de un estadio de fútbol. Así
nuestras grandes fechas han caído en el total olvido.
Quien piense que es éste un fenómeno generalizado en los
tiempos modernos tiene un poco de razón. Pero sólo un poco. Compare aquí los
grandes actos del 300 levantamiento del sitio de Viena con la pobre celebración
de un hecho de similar importancia para Europa como la batalla de las Navas de
Tolosa.
Tomarse en serio la historia
Más allá de fechas redondas, las grandes naciones del mundo
cuidan con esmero sus fechas de recuerdo del pasado común y homenaje a los
caídos. Como ejercicio y escuela de civilidad y patriotismo, a celebrar juntos
por las generaciones. Y crear así ese vínculo de solidaridad y pertenencia a
través del tiempo, con los vivos y los muertos.
Ejemplar es el Remembrance Day en el Reino Unido, en el que
la amapola (The Poppy) de los campos de Flandes recuerda a los millones de
soldados británicos caídos desde la Primera Gran Guerra. En Estados Unidos son
varios los días de luto y memoria como ejercicio común. Desde los tradicionales
a otros incorporados a lo largo del tiempo como Thanksgiving, el 4 de Julio o
el Día de Martin Luther.
Otro caso paradigmático es Polonia, un país que sufrió en el
siglo XX como ninguno. Cuya característica nacional ha sido la cohesión y el
coraje. Polonia cultiva su pasado medieval y renacentista con el mismo esmero
que el recuerdo a sus mártires en las fosas de Katyn. Y en sus colegios se
enseña el carácter ejemplar de sus héroes, desde su rey Sobieski que venció a
los turcos y jamás pidió perdón por ello, hasta Jan Karski, el héroe del
Gobierno clandestino polaco durante la ocupación soviética y nazi.
Todos los países que se toman en serio su historia demuestran
mayor fuerza y cohesión a la hora de afrontar reveses y dificultades. España es
en esto una triste excepción. Cuando más falta nos hace, tenemos que reconocer
que la insensata labor de destrucción de las pasadas décadas ha sido completa.
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