ABC 06.03.12
EN un célebre ensayo en su gran obra «Pensadores rusos»,
Isaiah Berlín dividía a la intelligentsia rusa –que no son exactamente los intelectuales-
entre erizos y zorros en «The hedgehog
and the fox». Aunque Berlin diría después que el título había sido una
frivolidad, lo cierto es que tuvo fortuna. Era una referencia a un poeta griego
y a Erasmo de Rotterdam que en su Adagia de 1500 usa la expresión «Multa novit
vulpes, verum echinus unum magnum» (el zorro sabe muchas cosas, el erizo sabe
de una cosa grande). El ruso que ahora nos ocupa no es un pensador y menos un
intelectual, especie que desprecia. Pero es un ruso que ve el mundo a través de
una única lente que define toda su percepción del mundo y su actuación. Es,
siguiendo la definición de Berlin, un erizo.
Vladimir Putin entiende todo el mundo como un permanente
juego de poder. Todo lo que le motiva, interesa y divierte es básicamente
despliegue y demostración de poder. Sea deportar a un rival como Jodorkovski a
Siberia con una crueldad gratuita propia de Iván El terrible. Sea pescar el
mayor esturión del lago, aunque sea con trampas atribuidas al Generalísimo. Sea
humillar a un estadista extranjero o a un gobernador nacional. O asustar a los
subordinados. Todo es permanente exposición pública del poder propio. El torso
desnudo. Su vida bien merece un buen biógrafo. Porque en realidad Putin no fue
nada especial por sí mismo en su irresistible ascensión desde su mediocre vida
como agente del KGB en Dresde hasta aparecer junto a Yeltsin como primer
ministro y sustituirle como presidente. Lo fue de 1999 a 2008. Fue sumando
poder según lo perdían todos aquellos que no querían cedérselo voluntariamente.
Todos los hombres fuertes de la transición, los magnates y políticos, se
postraron ante él o sufrieron las consecuencias de no hacerlo. Que unas veces
era la muerte la física o la civil, otras el exilio, la cárcel o la ruina.
Desde el domingo vuelve a ser presidente de Rusia. Para no enredarse con la
constitución le había dejado el cargo durante un mandato a un colaborador,
Medvedev, que algunos creyeron alternativa y reveló ser tan sólo un obediente
servidor. Ahora el matón con maneras, el hombre que gobierna como Stalin y vive
como Abramovic, la perfecta simbiosis entre megamagnate capitalista y tirano
feudal, ha vuelto sin haberse ido. Y sin embargo, pese a su poder total, pese
de su victoria electoral, la obediencia del aparato y las masas dependientes
que le apoyan, Vladimir Putin ya no podrá gobernar como en sus mejores tiempos
de la pasada década. El fraude electoral en las legislativas le ha despojado de
su aureola de invencible. Las clases medias, las nuevas generaciones educadas y
urbanas le han declarado la guerra. Consideran que arrebata a Rusia su ilusión.
Para salir de una tragedia nacional apenas disimulada por los ingresos del gas
y el petróleo.
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