ABC 14.08.11
Medio
siglo se cumplió ayer del día en que quedó herméticamente cerrado el Telón de
Acero que dividía ya desde hacia más de una década Europa. Con la construcción
del Muro de Berlín que rodeaba y aislaba a la parte libre, occidental, de la
ciudad. Ya hoy hay que recurrir a los dibujos y mil explicaciones para contar a
las jóvenes generaciones el sentido de una construcción tan aberrante como
monstruosa y criminal. Se han escrito millones de páginas sobre esta
construcción, que supuso la consumación de una división alemana que muchos
creyeron irreversible hasta que precisamente este Muro cayó el 9 de noviembre
de 1989 en uno de los acontecimientos más extraordinarios y rocambolescos que
nos ha deparado la historia en siglos. Su construcción fue simultáneamente un
acto de ostentación de poder total y una declaración de quiebra. Poder total
porque el régimen demostró ser capaz de dividir violentamente una ciudad
centenaria y a un pueblo, en la ruptura brutal y súbita de todos los lazos
humanos existentes entre los habitantes de las dos partes. Declaración de
quiebra porque el régimen comunista reconocía así su incapacidad de poder
competir con el sistema de libertades vigente en Berlín occidental. En Berlín
se escenificaba diariamente esa elección entre dictadura comunista y democracia
que el poder soviético negaba desde 1948 a toda Europa Central y Oriental. Los
alemanes orientales votaban con los pies, es decir elegían democracia huyendo a
ella y dando la espalda al «paraíso socialista». Esa era la única forma en que
podían escapar los seres humanos al inmenso campo de concentración y monstruoso
laboratorio de experimentación social e ingeniería humana en que la URSS había
convertido medio continente. Hay que recordarlo porque pese a todas las
evidencias nunca se ha dejado de intentar relativizar y banalizar el terror y
la crueldad de aquel sistema. Y la memoria de muchos es corta. Cuando no bizca
o interesada. Y resulta más fácil confundir a las nuevas generaciones ahora que
ha desaparecido aquel muro especialmente siniestro del campo de prisioneros de
millones de seres humanos. Cuando no quedan del mismo más que unas pocas
planchas de hormigón como atracción turística en la capital de Alemania. Pero
aun en los años ochenta, cuando yo estaba acreditado tanto en la RFA y su
capital, Bonn, como en la RDA, en la suya, Berlín este, los alemanes jóvenes,
de uno y otro lado, estaban convencidos de que jamás habría reunificación y que
ellos morirían con el Muro en pie. En toda Europa oriental, hoy la gente lo
olvida, pero también en Occidente reinaba la convicción de que la implantación
de un régimen comunista era siempre un paso irreversible. Y quienes se negaban
a aceptarlo en el Este eran perseguidos y encarcelados, muchas veces hasta la
muerte. Y en el Occidente eran descalificados y ridiculizados como nostálgicos
y difamados como ultraderechistas o nazis. Porque para las sociedades
occidentales era preferible, mucho más cómodo y armónico, llevarse bien con los
carceleros que defender la causa de los encarcelados. Esa es nuestra vergüenza.
Y hay que recordar que la revolución democrática en Europa central y oriental
poco le debe a los europeos occidentales. Que fueron un Papa polaco, Juan Pablo
II, y un presidente norteamericano, Ronald Reagan, los dos referentes de los que,
primero los polacos en su heroica y solitaria lucha y después todos los demás
pueblos de la región, recibieron inspiración y ayuda para superar la
resignación y el miedo. Porque el final feliz de aquella pesadilla en toda la
Europa sovietizada no puede hacernos olvidar las decenas de millones de muertos
que causó en toda Europa la aventura criminal del «socialismo real». Los
millones de vidas truncadas. Ni a los grandes resistentes y ejemplos morales,
desde Solzhenitsin y Sajarov a Havel o Walesa. Pero tampoco a sus cómplices, a
los tontos útiles y a los listos colaboracionistas de ese régimen de terror.
Que este continente no está curado de sus tentaciones redentoras totalitarias
lo vemos a diario en manifestaciones de enemigos declarados de la libertad con
mensajes evocadores de la peor propaganda comunista. Y entre los jóvenes. El
relativismo occidental es sin duda un factor de la perversión moral e
intelectual que ayuda a mantener «fértil el regazo del que surgió la bestia»,
parafraseando a Brecht. Él se refería a los nazis, pero es perfectamente
aplicable a los comunistas que no están menos dispuestos hoy que entonces a
cualquier medio para lograr sus fines. Una prueba clara de que Europa
occidental no ha aprendido la lección se ve en el hecho de que aún se considere
peyorativo el término «anticomunista» mientras el de «antifascista» es un
elogio. Ambos los debería llevar cualquier demócrata con orgullo.
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