ABC 20.08.11
No sabemos si los muertos por el ejército ayer en Siria
fueron quince o cincuenta. A estas alturas resulta por desgracia irrelevante
para el curso de los acontecimientos que este viernes se saldara con una
matanza mayor o menos que el anterior. Porque son ya muchísimos los viernes de
matanza desde que comenzó el levantamiento y porque hace mucho ya que las
matanzas se producen a lo largo de toda la semana. Sí es significativo que gran
parte de los países occidentales han reforzado sus sanciones contra el régimen
de Bashir el Assad y contra miembros concretos del mismo. Y que muchos se han
unido a Washington para exigir ya el cese del presidente, convertido ya en
principal obstáculo para buscar una salida que ponga fin al baño de sangre.
Todos son conscientes del inmenso potencial explosivo que tiene para toda la
región el desmoronamiento, ya irreversible, de la dictadura de los Assad. De la
guerra entre sunnítas y chiíes, un pogromo contra la minoría alauita que ha
controlado el Estado
bajo los Assad, hasta un conflicto transfronterizo en el que inevitablemente
estarían implicados Irán y Turquía, quien sabe si también Arabia Saudí, y
siempre con Líbano e Israel de vecinos, no hay casi escenarios plausibles que
puedan darse por buenos. De ahí que el caso de Siria jamás pueda compararse con
el de Libia, por ciertas que sean algunas complejidades de este último. En
realidad, la única esperanza de que el terrorífico escenario actual no dé paso
a otro peor se basa en que por fin estalle la situación dentro del ejército,
que actúa bajo una inmensa presión como carnicero de su propio pueblo. Por eso
la única apuesta posible es la de intentar quebrar el sofisticado sistema de
lealtades del régimen. Todo indica que cuando se extinga el régimen, lo hará
ahogado en sangre.
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