ABC 01.02.11
El dilema entre estabilidad bajo Mubarak o caos e islamismo
ya no existe. El tiempo del presidente se agotó
La historia es muy desagradecida. Muchos recordarán estos
días la triste figura de un Sha de Persia, Reza Pahlevi, enfermo terminal y
mendigando cobijo para él y su familia por todo el mundo. Todos recuerdan la
candidez de la mayor parte del mundo occidental —izquierda, liberales,
humanistas— y la inmensa mayoría de la población iraní que recibieron con
entusiasmo la llegada del ayatolá Jomeini en Teherán hace treinta años. Y todos
sabemos lo que ha sucedido con aquel país.
El
presidente egipcio no hace estos días sino recordarles aquello a todos sus
interlocutores. Y advertirles de que si no le apoyan a él y le evitan un final
como el del Sha, Egipto será pronto una dictadura islamista. No puede extrañar
la desesperación de Mubarak. Porque según pasan los días se hace cada vez más
patente que el levantamiento en Egipto ha alcanzado un punto de no retorno.
El
lunes salieron finalmente de los labios de la secretaria de Estado
norteamericana, Hillary Clinton, las temidas palabras de «la transición
ordenada» como objetivo inmediato. Olvidadas sus frases de la semana anterior
que hablaban de «una situación controlada por el presidente» y se limitaba a
recomendarle reformas.
Washington
no va a pedir públicamente a Mubarak que se vaya. Eso no se hace con quien ha
sido su más estrecho aliado en Oriente Próximo, su mayor apoyo político y
militar en la región, su socio y compañero en la política en Palestina y su
baluarte en la defensa de Israel.
No se
hace por muchas razones. Una es que toda la política practicada de acuerdo con
Mubarak sigue siendo la correcta a ojos de EE.UU. y de Occidente en general.
Son razones de tanto peso como la paz con Israel, la seguridad del Canal de
Suez, la contención de Siria e Irán y sus apéndices Hizbolá y Hamás. Pero
también lo es la lealtad en la alianza que siempre mostró Mubarak, lejos de las
posturas proamericanas traicioneras y rapaces propias de los regímenes del
Golfo, Arabia Saudí a la cabeza.
Washington
no puede dejar caer a primeras de cambio a un amigo así porque, de hacerlo,
jamás podrá volver a pretender tenerlos. Y menos hacerlos con el que ha sido
hasta hace días y durante treinta años el jefe de Estado indiscutido del país
que lidera por derecho propio y por historia a todo el mundo árabe. Lo malo
ahora es comprobar cómo se ha equivocado en los últimos años Mubarak y lo poco
que ha hecho Washington por evitarle este final. Porque Obama, tras llegar a la
presidencia, pronunció su gran discurso al mundo árabe en El Cairo —como tenía
que ser—.
Pero
sus referencia a la democratización y al respeto a los derechos humanos
quedaron en el terreno general. Y nadie ha sido capaz de convencer a Mubarak de
que las reformas políticas después de las económicas eran urgentes. Ni de que
la frustración y la ira aumentaban. El propio presidente, aislado entre
camaradas de armas enriquecidos, viejos burócratas corruptos y jóvenes
tiburones del comercio y las finanzas con más intereses en la especulación que
en la patria, vivía ya en un mundo ajeno a los 90 millones de egipcios, de
ellos más de la mitad nacidos con él ya de presidente. Ajeno a las necesidades
angustiosas y al descontento que no lograban articularse por el régimen de
terror que su aparato policial y estatal había creado a lo largo de tantos
años.
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