ABC Martes, 27.09.11
Europa occidental, su fulgurante éxito, nos había engañado a
todos. Y nos había malacostumbrado. Todos aceptamos de muy buen grado este
dulce engaño. Y llegamos a estar convencidos de que duraría para siempre. Por
mucho que algunos desde dentro y desde fuera nos decían que lo nuestro era un
buen sueño, pero sueño al fin. El engaño nace nada más comenzarse a limpiar los
escombros de la Segunda Guerra Mundial en las calles alemanas, pero se había
convertido ya en ilusión paneuropea en los años setenta. Cada día trabajaríamos
menos para poder comprar más y mejor, y nuestro Estado benefactor, democrático,
cálido, comprensivo, tolerante y piadoso nos cuidaría desde la cuna hasta el
lecho de muerte. Dios podía haber muerto, pero no había que preocuparse porque
el Estado social había llegado para quedarse y darnos seguridad y consuelo. Las
anestesias sociales serían, con las médicas, cada día más completas y perfectas
y una impecable administración anónima gestionaría nuestras vidas. Siempre
atenta a cubrir todas nuestras necesidades hasta un final por supuesto indoloro
y desdramatizado. Pensábamos que eso era el futuro y que ahí estaba el
progreso. Y que según se fueran desarrollando los demás, se incorporarían a éste,
nuestro régimen de vida. Y llegó el abrupto despertar. Aquí estamos, hundidos
en el desengaño, y nadie sabe cómo ha sido. En España, como suele suceder, todo
ha sido más dramático, más doloroso, más turbio también. No sólo porque, desde
la Guerra Civil, todas las generaciones vivas han dado por supuesto que sus
hijos vivirían mejor que ellas. Sino porque precisamente en esa convicción
parece haberse basado nuestra convivencia. Porque los consensos nacionales que
en sociedades más desarrolladas que la nuestra ayudan a embridar las tensiones
en estos trances de dificultad y zozobra, son aquí mucho más débiles. Más
débiles también de lo que creímos quienes con la transición a la democracia
creíamos ganada la batalla a la anomalía histórica. Y hoy vemos que era una vana ilusión. Aunque sigamos orgullosos de
la transición. Y nos rebelemos indignados contra las fuerzas que en los últimos
años, desde el poder y fuera de él, han desacreditado aquella transición hasta
destruir parcialmente su legado, quebrar muchos de los referidos consensos. Y
dejarnos más débiles e inermes ante los profundos cambios que tienen que
acometerse en todo el continente. Los peores llegaron en el peor momento a los
cargos en los que peores habrían de ser las consecuencias.
Para todas las generaciones adultas de europeos la historia
se había convertido en una evolución desigual pero lineal de desarrollo y
prosperidad. Así venía siendo desde la II Guerra Mundial y ninguna de las
crisis o estrecheces económicas había puesto en cuestión lo que parecía una
regla. Aunque los ancianos que aun nos hablaban de los tiempos tormentosos de
la Europa de entreguerras advirtieran que hubo épocas pasadas en los que la
seguridad también parecía ya definitiva. Y después llegaron tragedias
inimaginables. Todos los europeos están llamados a salir del sueño o ensueño de
la sociedad amniótica, o del Estado amniótico en el que todos flotábamos hasta
nuestro último día. Y deben hacerlo utilizando las reglas de la convivencia que
nos hemos dado. La angustia que se apodera de las sociedades es muy mala consejera. Peores lo son los insensatos que jalean o alimentan a quienes las
desprecian y quieren romperlas. Por eso donde más sensatez se requiere es donde
menos parece haberla.
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