Por HERMANN TERTSCH
ABC 13.07.12
Este país no puede salir de esta crisis con este triste y
resignado desprecio a la justicia, a la penal y a la social
AHORA sí que estamos ya en la hora de la verdad. Una hora
que se anuncia larga y no concluirá hasta que podamos ver juntos los españoles
indicios seguros y constantes de que hemos recuperado un cierto pulso económico
y hemos dejado atrás la agonía. Ahora, con el paquete de medidas que nadie
quería pero nadie podía evitar, hemos entrado en esta fase decisiva en la que
se pondrá a prueba nuestra cohesión civil, social y nacional, una y la misma.
Ahora habrá de verse si somos esa sociedad europea que desde hace unas décadas
creemos ser. O si seguimos anclados en comportamientos primitivos, propios de
un retraso histórico que ha pesado sobre nosotros como una maldición. O si
estos años de común tolerancia, de cohesión social y madurez democrática han
sido poco más que un «espejismo». Nuestra democracia se verá expuesta ahora a
su mayor prueba de resistencia. Nadie debe pensar que estamos solos en nuestra
suerte. Ni que somos ni de lejos los más desgraciados. Sería una obscenidad que
nos columpiáramos en la autocompasión, en el victimismo o en la melancolía. En
esto sí que todo depende de nosotros.
Tenemos que afrontar esta fase más dura de nuestro futuro
como un reto común. Pero además como la gran oportunidad para sentar las bases
de un país mejor para nuestras generaciones más jóvenes. En el que jamás vuelva
a ser posible todo el desmán, el abuso y la tropelía que nos han traído adonde
estamos. Tenemos que conseguir la reprobación y condenas para delitos, abusos,
negligencias, estafas y ocultaciones durante la pasada década. La impunidad
debe ser declarada enemiga común de todos los ciudadanos de bien. Y las cargas
tienen que ser repartidas. Este país no puede salir de esta crisis con este
triste y resignado desprecio a la justicia, a la penal y a la social. No puede
tolerarse que los funcionarios y los contribuyentes en general vuelvan a ser
nunca más poco menos que «el calcetín del dinero» al que recurre una clase
política que aun hoy se niega a desmantelar unas estructuras del Estado
inviables. Y nadie diga que es mal momento. Nunca ha tenido España mejores
condiciones para dar este gran salto cualitativo hacia un Estado mejor. Porque
existe una masa crítica no ya partidaria, sino movilizada por ese cambio,
porque la necesidad es acuciante, porque el exterior apremia y porque la
realidad ha destruido gran parte de los mitos ideológicos de estos pasados 35
años. El gran riesgo para esta modernización no está sólo en las resistencias
de la clase política, de la corrupción, de los círculos más reaccionarios del
sindicalismo y los nacionalismos periféricos. Está también y sobre todo en la
violencia. Desde que quedó claro que el zapaterismo no se consolidaría como
régimen y la alternancia política con la derecha era inevitable, sectores de la
izquierda han coqueteado con la violencia y la amenaza de la misma. Se ha visto
con el movimiento antisistema y ahora muy claramente con los mineros, cuya
violencia en Asturias no han condenado ni los partidos de izquierda ni los
sindicatos. Existen fuerzas que han comenzado una ofensiva retórica muy
peligrosa. Desde los que llaman «golpe de Estado» a medidas de reforma contra
la crisis hasta los que llaman «violencia» a todo lo que no les gusta. Para
equiparar las acciones políticas a las violentas que ellos preparan y
promueven. Son los que preparan el salto a la violencia. Son pocos. Pero en
momentos tan dramáticos hay que recordar a todos que sin el respeto a la ley,
al derecho, la seguridad y el orden, todo lo que hagamos nacerá roto.
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