Por HERMANN TERTSCH
ABC 15.08.10
Suele hacernos mucha gracia a los europeos el concepto de
«lo antiguo» que tienen en Estados Unidos. En muchos pueblos y ciudades tienen
allí en alta estima y veneran como antigüedades, o incluso monumentos
históricos, unas casas viejas, chamizos o ruinas del siglo XIX, que, en nuestro
continente, tan repleto de monumentos centenarios cuando no milenarios, serían
demolidos sin el menor atisbo de mala conciencia urbanística. En un país con
historia propia tan corta como EE.UU. todo lo que ha cumplido cien años se
antoja venerable. Por eso llamará a muchos la atención la facilidad con que la
Comisión de Protección de Monumentos de Nueva York se pronunció a principios de
mes a favor de la demolición de una antigua fábrica de tejidos de 1858 en pleno
centro de Manhattan. La razón está clara. La vieja fábrica, cuya protección
como monumento histórico habría frenado otro proyecto urbanístico en cualquier
lugar de Estados Unidos, estorbaba para la construcción de una gigantesca
mezquita en el corazón de Manhattan. Tendrá la altura de más de quince
pisos, tendrá salas de oración, aulas, cines, gimnasios y polideportivos, y
será el centro islámico urbano mayor en territorio norteamericano. La polémica
en torno a esta mezquita ha desatado pasiones y hace correr ríos de tinta. Pero
no por la demolición de la fábrica, sino por el hecho de que se ubicará en
parte en la «zona cero», el inmenso solar abierto el 7 de noviembre de 2001 con
la demolición de las Torres Gemelas, provocada por el mayor ataque terrorista
jamás habido en el mundo. En aquel lugar murieron asesinados cerca de 3.000
seres humanos, ciudadanos de más de cien países y todas las creencias. Y
murieron a causa de un acto terrorista perpetrado por fanáticos suicidas. Que
explicaron su acción con creencias aprendidas en mezquitas de todo el mundo. Y
que decían actuar en nombre del Islam.
En este punto de la exposición de este complejo caso hay
que dejar claro y subrayar bien la absoluta evidencia de que el hecho de que
esta salvajada fuera cometida en nombre del Islam no hace en lo más mínimo
culpable a esta religión ni a los más de mil millones de fieles a esta
religión. Se siente uno ridículo al tener que repetir esta obviedad una y otra
vez, pero es imprescindible hacerlo para evitar lecturas tramposas de la
argumentación posterior. Porque también es un hecho incontestable que los
terroristas surgieron de un movimiento islamista mucho más amplio y extendido
por todo el mundo islámico cuyo objetivo declarado es la destrucción de nuestra
civilización y sistema de vida. Como es también un hecho lamentable pero
inolvidado —especialmente por las víctimas— que aquel terrible atentado fue
celebrado como un fantástico triunfo, no sólo por islamistas radicales de Hamás
en Gaza, sino por enardecidas multitudes en muchos países islámicos. Dicho
esto, se plantea una pregunta sencilla que es la que han hecho gran parte de los
familiares de víctimas y los adversarios del proyecto: ¿Por qué es necesario
que la mezquita esté precisamente allí? Hay decenas de ubicaciones alternativas
posibles en Manhattan, cientos en Nueva York y miles en Estados Unidos. ¿Por
qué hay que construir una mezquita precisamente en el epicentro de un infinito
dolor causado en nombre de la religión que allí se propagará? Precisamente por
eso, dice el alcalde de Nueva York, Michael Bloomberg. Para crear puentes entre
oriente y occidente y entre las religiones, asegura. Y añade que los derechos
constitucionales y la libertad religiosa abogan por este proyecto, pese a que
más de la mitad de los neoyorquinos y bastante más de la mitad de los
norteamericanos rechazan el mismo. En realidad nadie ha dicho que sea
inconstitucional —solo faltaría—, sino que es inadecuado, hiriente para
millones y que está, nunca mejor dicho, fuera de lugar. Que muchas víctimas lo
consideren ofensivo debería bastar para replantearse este proyecto. El anuncio
de la construcción de un monasterio carmelita en el terreno del campo de
concentración de Auschwitz en los años ochenta del pasado siglo generó tal rechazo
en la comunidad judía internacional que Juan Pablo II ordenó su suspensión
precisamente para no herir susceptibilidades, para evitar un dolor gratuito.
Bloomberg, judío él, seguramente consideraría adecuado dicho gesto en aquel
entonces. Ahora, sin embargo, con el Islam implicado, parece decidido a
utilizar otro baremo.
Otra cuestión que se plantea en Manhattan, como en la
construcción de centenares de mezquitas en todo el mundo occidental, es el de
la financiación y la consiguiente obediencia religiosa y política de sus
responsables. En Manhattan los promotores son oscuros personajes relacionados
en su día a grupos radicales islamistas, y nadie duda de que el dinero, nada
menos que cien millones de dólares, llegará de los países que promueven un Islam
radical y nada dispuesto a compromisos en la enseñanza doctrinaria que
impartirán a los jóvenes musulmanes norteamericanos. La cabeza visible del
proyecto, el imam Feisal Abdul Rauf, es uno de esos personajes tan
característicos entre los islamistas llamados moderados y formación occidental
que utilizan hábilmente un doble lenguaje dependiendo de la audiencia del
momento. Y más allá de la polémica localización, se plantean serios
interrogantes sobre la utilización posterior del complejo que albergará la mezquita.
¿Se respetará en los gimnasios, piscinas y los centros culturales la igualdad
de géneros, esa sí precepto constitucional? ¿Se permitirán arengas a favor de
la destrucción de Israel en la mezquita y las aulas anejas? ¿Y habrá sitio para
reuniones de jóvenes en las que se promueve el alistamiento para grupos
terroristas en Pakistán o Cachemira, como ha sucedido una vez más en la
mezquita cerrada en Hamburgo la pasada semana? ¿Quién vigilará las clases y
oraciones para que no se haga allí apología de quienes son innegablemente los
que hicieron posible la existencia de esa mezquita, que no son otros que los
terroristas del 11-S?
Nadie podrá evitar que muchos norteamericanos, pero
también muchos musulmanes en todo el mundo, radicales o no, vean en la mezquita
de Manhattan un símbolo del avance del Islam por Occidente. Este avance, se
quiera ver o no, lo hicieron posible unos jóvenes islamistas que estrellaron
los aviones y sacrificaron sus vidas y las de casi tres mil inocentes. Y nadie
podrá evitar que muchos entiendan la mezquita como un monumento en el campo de
batalla mismo a los terroristas islámicos que humillaron allí a Estados Unidos
y a todo Occidente. Será para ellos un monumento de conquista, una simbólica
«pica en Flandes» que hicieron posible unos asesinos o unos mártires. Porque en
el vínculo inevitablemente imperecedero entre el ataque terrorista del 11 de
septiembre y la gran mezquita se verá, quiera Bloomberg y los biempensantes o
no, el triunfo póstumo de los pilotos de los aviones asesinos. Nadie podrá
evitar que esta inmensa mezquita en aquel lugar sea para muchos occidentales
más un símbolo de avasallamiento que de encuentro.
Hasta la Liga Antidifamación, que lucha desde hace muchas
décadas contra todo tipo de discriminación religiosa, ha advertido de que el
proyecto puede romper más puentes de los que pretende construir. Pero la
corrección política se ha impuesto de nuevo y el proyecto ha sido
definitivamente aceptado. Como no podía ser de otra forma, el presidente Barack
Obama se adhirió a esta causa. Los que se sientan ofendidos han sido condenados
a mostrar esa inmensa tolerancia que siempre se les exige a los ciudadanos
occidentales cuando han de aceptar en su entorno la práctica y la promulgación
de mensajes muy lejanos a su concepto de tolerancia. Mientras algunas
sensibilidades son intocables y merecen toda protección, otras —siempre las
mismas— han de sacrificarse en aras de una tolerancia que nunca goza de
reciprocidad cuando del Islam se trata. En todos los países de Occidente
reclaman los musulmanes un trato especial, y en todos acaban recibiéndolo. En
todos plantean retos a los límites de nuestras leyes, y en todos arrancan
concesiones de los poderes públicos. En una dinámica general de expansión
geográfica y cultural que es, con la supremacía total como objetivo final, el
deber de todo musulmán comprometido con su fe y su libro sagrado. No es sólo un
problema de la sensibilidad de los neoyorquinos. Lo es de todos los que cada
vez se sienten más preocupados ante el aún larvado pero inevitable conflicto
entre el mensaje islámico y los sistemas constitucionales occidentales y los
valores y principios que éstos reflejan. También es muy nuestro el problema.
Porque, se me olvidaba, ¿saben cómo se llamará la mezquita de Manhattan, todo
el inmenso complejo proyectado en corazón de la península más tolerante del
mundo que es «la gran manzana»? La mezquita, construida como todas para la
mayor gloria del Islam y su triunfo final sobre los infieles como fe única en
el único dios, que se erigirá en lo que el radicalismo islamista considera el
campo de batalla más glorioso de su guerra santa contra
Occidente, se llamará, no puede extrañar a nadie, Córdoba.
No hay comentarios:
Publicar un comentario