Por HERMANN TERTSCH
ABC 14.08.12
Ante la falta de coraje resurge la triste ira que marca el
retorno permanente del español al «Viva las cadenas»
AYER se cumplieron 51 años del comienzo, el 13 de agosto de
1961, de la construcción del muro de Berlín. Con aquella pared, que rodeaba
Berlín oeste, quedaba cerrada la última grieta en el largo Telón de Acero que
partía a Europa en dos, desde la costa báltica a la adriática. Tardaría veinte
años en abrirse la grieta de nuevo. Cuando todo el muro se tambaleaba ya. Su
caída supuso para muchos pueblos la conquista de la libertad y la democracia. Y
se logró cuando la fortuna quiso que coincidieran personalidades en el poder en
Occidente que no se sentían comprometidos con la lógica del apaciguamiento del
tirano ni de la comprensión del delincuente. Eran personalidades, Juan Pablo
II, Ronald Reagan y Margaret Thatcher que detestaban la confortable actitud
occidental del relativismo claudicante. Sabían bien lo que es la libertad y lo
que es la tiranía. Y sabían muy, muy bien, que no eran lo mismo. Fue 1989 un
terremoto para Europa y el mundo. La mayor revolución democrática pacífica
jamás habida. Y tuvo efectos directos sobre centenares de millones de europeos.
Una fecha por tanto para celebrar por todos los demócratas. ¿O no? No en
España. Donde ayer en las redes sociales se hallaban expresiones de hostilidad
hacia los protagonistas de aquella gran victoria de la democracia difíciles de
imaginar en otros países europeos. Siempre hubo una corriente mezquina contra
los pueblos que osaban derribar el sistema que los aplastaba a ellos pero era
el favorito de izquierdistas occidentales. Las actitudes de complicidad con los
regímenes comunistas no siempre llegaron a la cota de infamia del escritor Juan
Benet bendiciendo el Gulag para gentes como Alexandr Soljenitsin. Pero siempre
mostró su orfandad por la desaparición de aquellas dictaduras. Por lo mismo que
hoy defienden al régimen cubano. Y en nuestros colegios y universidades, una
sobrerrepresentación del izquierdismo en la docencia convirtió el relativismo
en una plaga. Con hostilidad hacia el libre mercado y la democracia y un
catálogo de argumentos para minimizar o justificar los crímenes del comunismo.
Cuando en toda Europa la equiparación de las dos grandes ideologías asesinas
-nazismo y comunismo- es un hecho, en España aun no ha llegado. Y el carácter
objetivamente positivo del PCE en la transición confunde sobre la esencia de
una ideología tan totalitaria hoy como siempre. Esta falla moral y cultural
permanente se debe, como tantas, al franquismo. Acabado éste, la izquierda se
tenía que reinventar por haber sido -salvo un pequeño PCE- inexistente su
resistencia en cuatro décadas. Y se inventó su historia, aunque no llegara
entonces a los niveles delirantes del zapaterismo. Pero no hubo una derecha
democrática que tuviera el coraje y la firmeza para hacer frente a esa licencia
que la izquierda se otorgó para enjuiciar a sus oponentes. Y sentenciar sobre
su carácter democrático y su legitimidad desde una pretendida superioridad
moral. Así la derecha, siempre temerosa de ser calificada de franquista o
«facha», se refugió en eso llamado centrismo que daba de hecho la centralidad
al socialismo. Y ahí sigue la mayoría moderada de este país, agazapada. Esa
anomalía la estamos pagando. Con la crisis rebrotan síntomas que demuestran lo
equivocados que estábamos quienes creímos que la transición habían sido un
salto cualitativo irreversible en la calidad de la sociedad española. Y la
falta de educación se revela en la receptibilidad del mensaje antiliberal,
hostil a la democracia y al mercado. Se expresa en este culto a la dependencia
y al resentimiento y a la envidia y el miedo a la libertad. Ante la falta de
coraje resurge la triste ira que marca el retorno permanente del español al
«Viva las cadenas».
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