ABC Viernes, 07.10.11
DESDE hace casi seis meses asistimos en Madrid a un
espectáculo grotesco. Que los ciudadanos parecen aceptar con inmensa paciencia
o resignación. Y que considero fuera de lugar, dignas de mejor causa y
perfectamente contraproducentes para la convivencia y para la higiene
democrática. Pequeños grupos de manifestantes, unas veces un par de miles,
otras unas docenas, se concentran en alguna calle o plaza del centro de Madrid.
Convocados con un motivo u otro, pero siempre por los mismos con variable
ensalada de letras, enarbolan un par de pancartas, dan una serie de gritos,
insultan a sus enemigos, preferentemente a la presidenta de la Comunidad, y
después, con algún pretexto o sin él, bajan a la calzada y cortan el tráfico. Y
el centro de Madrid se colapsa parcial o totalmente. Hasta que los
manifestantes se aburren. O les convence alguno de los pacientes oficiales de
la Policía Municipal de que ya está bien, por favor. Todo empezó con el célebre
15-M, una movilización de españoles descontentos, rápidamente secuestrada por
elementos izquierdistas y antisistema. Se les permitió incumplir la ley de
forma continuada y flagrante durante semanas en la Puerta del Sol y decenas de
puntos en toda España. La legitimación de estos grupos —que por el hecho de
violar la ley y también los derechos de otros ciudadanos ejercen la violencia—
por parte del Gobierno socialista y un coro mediático incansable, llevó a su
proliferación y a la asumida impunidad de sus actos delictivos. Y la mayoría de
los ciudadanos, incluidos los más perjudicados por la agresión, como los
comerciantes de Sol, eran conminados a callar, aguantar o admitir ser tachados
de intolerantes o cosas peores. Pues seis meses más tarde parece que el
fenómeno poco menos que se ha institucionalizado. Y los ciudadanos corremos el
riesgo de acostumbrarnos a que unas minúsculas minorías nos condicionen la vida
y nos importunen siempre que quieran hacernos participar de sus
insatisfacciones, sus agravios reales o imaginados. Con total desprecio a
nuestro derecho al orden, a la libre circulación y al uso de la vía y los
espacios públicos. La Policía parece haber dejado de ser un instrumento del
Estado para hacer cumplir la ley y proteger los derechos de los ciudadanos. Y
haberse convertido en un somatén uniformado de un Gobierno que la utiliza según
conveniencia política. Para cultivar a una clientela potencial, alimentar
grupos que puedan servirle para nuevos escenarios en el futuro o mero cálculo
electoral. Ha sucedido siempre en las huelgas en nuestro país. Piquetes
sindicales imponen la paralización del trabajo en abierta violación de los
derechos de los demás, que muchas veces son mayoría. Mayoría siempre
intimidada. Ahora se trata de imponernos un permanente estado de excepción en
la calle en el que estas minorías impongan su ley y su orden o desorden.
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