ABC 06.11.10
Quienes vivimos aquel otoño de 1991 en la región croata de
Eslavonia y asistimos a la agonía de su capital Vukovar, no hemos podido evitar
la emoción ante la imagen del presidente serbio, Boris Tadic, rindiendo
homenaje a todos los que allí murieron o enloquecieron. Y serán muchos los que
han rememorado las terribles imágenes que desde entonces retienen más allá de
la retina, en el alma y en los sueños. Nadie que la viviera podrá jamás olvidar
aquella inmensa, insólita crueldad que se abatió sobre la pequeña ciudad
barroca, durante siglos una coqueta población en la afluencia del río Vuka al
ya inmenso Danubio, rodeada de viñas y huertas. No era entonces, nada más
comenzar la guerra que habría de prolongarse cinco años, verosímil ni creíble
aquel gozo en el matar, aquel placer desatado en el dolor y el sufrimiento de
los antiguos vecinos.
Allí, casi lejos de los Balcanes, donde la gran planicie
panónica abre paso a Centroeuropa, estalló el polvorín entre las dos grandes
etnias y culturas de los eslavos del sur, serbios y croatas. Fue en la diminuta
aldea de Borovo Selo, muy cerca de Vukovar donde murieron acribillados los
policías croatas cuando se izaba la bandera serbia en el ayuntamiento. Los que
acudimos allá vimos pronto que aquello no tenía marcha atrás. Pero nunca pensó
nadie en la orgía de crueldad que habría de desplegarse.
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