Por HERMANN TERTSCH
ABC 18.09.12
Ha disfrutado y con éxito lo
que no está escrito. Pero a nadie puede culpársele si declara su cansancio en
un panorama político como el español
FIEL a sí misma,
directa, a la segunda frase de su comparecencia todos ya sabían que se iba.
Pocos actos políticos han causado tanto estupor en España en los últimos años
como el anuncio, ayer a las dos de la tarde, de la retirada de Esperanza
Aguirre, hecho por ella misma. Algunos coincidirán con ella en que es un buen
momento. Es cierto que ya había pensado hace dos años en no presentarse a las
últimas elecciones. Que el cáncer que le diagnosticaron siempre hace
replantearse las ambiciones profesionales y expectativas vitales. Que tiene
nietos, 60 años y todas las posibilidades de disfrutar una vida magnífica con
su familia y amigos. Y es muy cierto también que abandonar la política en
España se antoja lo más apetecible. Y lógico si se lo puede uno permitir. No
hacía falta que ayer surgieran las voces más repulsivas, mediocres y fracasadas
a intentar ensuciar el nombre de su peor enemigo, que se va imbatido. El
paupérrimo nivel y la torva catadura de tantos hacen a veces inexplicable la
presencia en la política de quienes tienen a su alcance otras formas de vida.
Cierto, la vocación de servicio y la ambición política hacen milagros. No
digamos en el caso de Aguirre, uno de los animales políticos más consumados que
hemos tenido en España en la décadas de democracia. Ella se ha divertido con la
inquina que despertaba. Hasta con ese odio irracional que generaba en sus
rivales derrotados en las urnas o en el duelo de palabra. Odio y prejuicio que
los muchos adversarios de sus formas y su fondo, fuera y también dentro de su
partido, sembraron y cultivaron fuera de Madrid para impedirle un lógico salto
a la política nacional. Ha disfrutado en Madrid una carrera política plena y
cuajada de gratificaciones, victorias y éxitos políticos en el más profundo y
fecundo de sus significados. A la que tenía que haber seguido esa política
nacional e internacional para la que estaba cualificada como muy pocos. Sin
duda habría podido prestar grandes servicios a esta España triste, torpe y
aturdida que balbucea su discurso contradictorio por los escenarios
internacionales. También en promover la esperanza en el cambio, en el proyecto
de mayor prosperidad a partir de mayores libertades y oportunidades, eso que
ella ha sabido hacer en Madrid y convertirlo en una fuente de mayorías
espectaculares. Ha disfrutado y con éxito lo que no está escrito. Pero a nadie,
ni siquiera a ella, puede culpársele si declara su cansancio en un panorama
político como el español. Si se proclama agotado ante tanta retórica mugrienta,
tanto complejo, tanta cobardía, cochambre oportunista, desistimiento, mentira,
corporativismo de los peores y resentimiento como hoy se manifiestan en la vida
política española. El problema de Aguirre ya no eran obviamente sus enemigos
políticos, los que querían «colgarla de la catenaria». Ni los agitadores
callejeros sindicales y antisistema que le deseaban hasta la muerte. Esos
acababan postrados ante la contundencia de sus argumentos y sus resultados. El
problema de Aguirre estaba sobre todo en la decepción, la que ha producido el
Gobierno de Rajoy en tantísimos españoles que lo votaron. Y que sin duda
Aguirre comparte. Ella ha demostrado que la política de convicciones puede
funcionar. Que es mentira que España sea de izquierdas, por mucho que lo crea
la derecha. Y que por eso la derecha no tiene que engañar al electorado ni para
ganar ni para seguir gobernando. En su partido no han querido oír a la voz
clara de la derecha liberal. Puede que acabe echándola de menos tanto como los
que han dado cada vez más votos por ella.
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